La tarde de lluvia, transcurriendo en una modesta casa en el campo, nos conduce a la isla de la serenidad. Lluvia lenta, pacífica, contemplativa. Lluvia que invita a apoyar la vida sobre columnas firmes, reales. Medita cada tranquilo pensamiento en su remanso, meditan, tras la ventana, cereceras, higueras, laureleros..., roseras y árboles del paraíso, y también meditan, húmedos, los hermosos bancos de piedra que construyó mi padre, y el cielo calmo y los sembrados, y meditan los montes recostados en la lejanía, perdido su color. Todo acoge en su meditación frescor y caricias, las gotas despiertan destellos, amores, con sus labios. Olvidada inocencia...
En un momento, que se instaura sin tiempo, se abren puertas profundas, y nuestro interior nos habla de mundos olvidados y posibles. E intuimos con claridad el exceso pesado de todas nuestras dispersiones en la vida, caminos innumerables que recorrimos y que no consiguieron aportar la paz que se anhela.
La gata, cerca de la vieja estufa, dormita en una posición inverosímil, feliz en su yoga inmaculado, oyendo la música de la lluvia, quizá. Yo he querido leer, he querido pintar, y he leído y he pintado, como en sueños, envuelto en una luz silenciosa, pero lo he dejado todo, al fin. He desembocado, absorto, en el ritmo y la hondura misteriosa de la tarde-lluvia.
Así, inmóvil, sentado en la silla pequeña de madera, instalado en el supremo lujo del silencio, uno contempla la serenidad de los espacios, se es el cuerpo de la lluvia, se viaja con la lluvia, uno se transforma en nogueras solitarias tras las cortinas de gotas y, en la viñas, en sarmientos firmemente unidos a la vid. Hay charcos de agua clara en los caminos que se adentran en los vallejos poblados de pinares, reino de la soledad.
Juan Bielsa